Nos quisimos demasiado como para querernos bien. Acelerábamos sin frenos cuando el mundo nos pedía calma y nosotros ansiábamos efimeridad. En la era de las pseudorelaciones y los corazones rotos el más mínimo atisbo de belleza en sentimiento nos produce horror cuando debería causar devoción.
Por humanidad.
Eso fuimos nosotros, humanos. Nos tocó vivir en la época equivocada para enamorarnos. En el orbe de la evolución en su máximo pico nos da vértigo cualquier realidad que abarque una nación de dos. Y sólo dos. Tú y yo.
Tres son multitud, pensé, cuando a nuestra nación inmigró el miedo. Qué estupidez.
Miedo de qué.
Por ese miedo estoy ahora escribiendo mientras mi piel recuerda tus dedos retozarse por mi cuero cabelludo y haciendo, a la vez, una lista de todas las razones por las que decidí que no era suficiente cuando el problema era que eras demasiado.
Me mentí a mí misma por error y terror, y ese fue el momento en el que empecé a dolerme por dentro, y después de tantos años en el tren de la vida me di cuenta de que todavía no había llegado a ella, que todo aquello solo era el viaje. Y sólo me he dolido (sí, a mí misma) cuando me he topado con el hueco entre el andén y mis pies.
La realidad me lo puso fácil: era mi turno.
Yo decidía si bajarme o no:
Sigo viendo los campos verdes y los andenes al paso del ferrocarril sabiendo que si no me bajo pronto solo habría una cosa más dura que el acero sobre el que se deslizaba mi existencia: mi corazón.
Moriré aquí dentro, me dije al vencer la vigesimoprimera estación cuando os vi bajar del tren: a ti y a mi esperanza por empezar a vivir.